Fue a las afueras de una vieja iglesia morisca de Santa María la Ribera que vi aquella mancha oscura. Se trataba de un hombre o quizá de una mujer, nunca pude distinguir bien su rostro camuflado en una mancha de mugre impregnada en la pared, en el piso, en aquella húmeda esquina de esta mísera ciudad. Creo que pedía limosna para abandonar a su demencia o ayudarse a cercenarla.
Por siete meses pase cada día por ahí, observando como aquella escultura de piedra volcánica envejecía poco a poco en el olvido de un par de monedas enmierdecidas.
Ayer frente a mi ojos desapreció, sin el perdón del tiempo, el amor del fuego o la absolución del gato que de vez en cuando le hurtaba la comida arrojada. Así, sin dejar herencia ni recuerdos en un álbum fotográfico el ente se evaporó -y comencé a creer en las cosas invisibles que nos rodean.
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