Es verdad que no nacemos
con el conocimiento de cuáles serán nuestros gustos, en que ocuparemos nuestro
tiempo de ocio y distracción, cuáles serán los traumas, vicios y perversiones
que nos marcarán de por vida o cuáles las manías que nos obliguen a escribir
mentiras por necesidad. Fue en los años de la adolescencia; cuando sólo
escribía cartas sin sentido y llenas de promesas falsas de amor a cualquier
noviecita de la secundaria, que mi padre me regaló un libro de Gustavo Sainz se
titulaba Compadre Lobo, luego vino
otro de José Agustín, La Tumba. -Es
la generación de la onda. Me decía. Así que yo trataba de agarrar la onda a un
México post '68 en aquellos libros que en casa siempre hubo: olvidados en cajas,
empolvados en viejos libreros o en los cajones de la cómoda cómo si fueran
drogas farmacéuticas que no necesitaban prescripción médica para aliviar algún
dolor olvidado.
Para cuando cumplí 25, mi
hermano Serch, se había convertido en
mi dyler favorito de libros. Aquel
día almorzamos en un puesto de quesadillas atrás del Museo Nacional de Arte y
nos metimos en una librería frente al Palacio de Bellas Artes. Mi regalo
fueron Los Detectives Salvajes y
entonces la ficción se convirtió en una sobredosis que alteró toda mi realidad
y mi tiempo. Y no pare, no podía parar, el fantasma de un poeta me perseguía,
me seguía por las librerías, estaba ahí conmigo frente al ordenador, a la hora
de la cena, cuando iba a cagar o fallaba con mi novia o iba al trabajo y me
desquiciaba el tráfico, el ruido, el hormiguero que es esta ciudad y entonces
comencé a escribir, no sé por qué, pero comencé a escribir.
Un 10 de enero, la ficción
me llevó hasta una tumba en el Panteón Francés dónde yacía Ulises Lima.
Alrededor de él, lo que quedaba del infrarrealismo danzaba entre tragos de Tres
Coronas y los versos afilados - alcoholizados - diluidos del cadáver de Mario
Santiago. Siete días después, conocí a Israel Miranda en un homenaje entre
poemas y cervezas al propio Papasquiaro, pero para ninguno de los dos, es claro
ese encuentro.
Luego me perdí en
Sudamérica, me fugué al país de Laura Bozzo, al país de Vallejo, de Moro, de
Vargas Llosa, de Ribeyro, y algo en la ciudad gris de Lima se adhirió a mi
cuerpo y nunca me soltó, me hizo ser Ulises, me hizo reconstruir mi memoria y
aventarle un escupitajo a la vida, sentado en el otro extremo del mundo con un
café pasado en un sueño etéreo. A veces no tenía plata, ni jato, ni avión
privado, a veces llevaba unos soles para comer o para vivir, para ir al cine o
para una cerveza, o dos, o tres. Vivía despreocupado de las cosas materiales,
salvo de los libros que buscan donde vivir y calentar con aventuras y
desdichas, la soledad de una habitación en la costa del Pacífico Sur.
Cuando volví a México,
busqué en el Taller de Creación Literaria -En el Borde- a mi estirpe, olvidada
en los bares, donde los locos se beben de madrazo y al toque los deseos
repulsivos - malparidos - [desquiciados] - donde se fuma el anhelo forjado en versos, desgastados por la
infecciosa idea de fecundar el lenguaje. Había
encontrado a los perros románticos, y no pensaba irme de ahí.
Un día, propuse hacer un
manifiesto. No habría sido el primer pendejo borracho en postular dicha
intención, pero sí el primero en rechazarla cuando descubrí, que el
proyecto que hacía Israel Miranda con los del Borde, era el de escribir,
escribir y no parar, no parar y escribir, coger y escribir, beber y escribir,
siempre escribir. Escribir hasta que te salgan las alas para desbordarte por la
ventana, encender las llamas de La Fiesta
del Infierno, consumar tu existencia entre una botella de Korova y los trenes detenidos de la
olvidada Alqvimia. Volverte las Notas de un Enfermo Mental o ser el
ruletero entre líneas y versos, que inciten al vuelo.
Por aquellos indescifrables
azares del destino, volví a tomar un avión y una tarde en Buenos Aires,
mientras nuestros ojos se embriagaban en litros de cerveza Quilmes, Ana María
(Alexis Alvarenga) me preguntó: ¿Qué era lo que más extrañaba de México? No supe qué contestarle,
tal vez nada, tal vez todo, tal vez las tardes enfurecidas en las que iba con
los del Borde y bebía versos como un salvaje extraviado bajo una lluvia
neumónica del D.F. con la conciencia de un perro que ladra siempre a la misma
hora / sostenido por la botella de licor / que no se llevó el mar / que no
llevó ningún mensaje / que se fue al bote de basura / junto con mis tristezas.
Con esa relatividad, volví
otra vez del cono sur. Pero esta vez, sin olvidar escribirlo todo en un
insolente - desdichado - deslavado Diario
Gris.
Excitado
por la encabronada necesidad
de
vivir siempre en el borde
tentando
al asqueroso deseo
de
sucumbir inesperadamente
en
un parpadeo
en
cualquier parpadeo
en
este inesperado e impetuoso
parpadeo.
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