viernes, 25 de noviembre de 2011

25 de Noviembre, 2011

Salimos por patas como se dice vulgarmente de la fiesta, estábamos  a un costado del mar, cerca del malecón y pasaban ya de las dos de la mañana, la noche particularmente estaba lluviosa y caótica, cualquier thriller hollywoodense hubiese querido tener aquella atmósfera para una emocionante escena de persecución por la costera del Golfo de México, pero en aquel momento Mohamed y yo solo queríamos huir del embrollo que involucraba zetas armados, lancheros encabronados y dos que tres muchachas lindas, hijas de cualquier ranchero de pueblo “pesado” en Veracruz. Cuando salimos, logramos perdernos por  las calles mojadas y oscuras de Tecolutla cual botes camaroneros fantasmas.  Después de algunas cuadras embarcamos en el Hotel  Flamingos que se encontraba en el centro de aquel poblado, frente al quiosco y a lado de un cajero automático que parecía un portal hacia otra dimensión. Al cruzar la puerta, nos encontrábamos empapados, escurriendo agua por todas partes, como si una gran ola hubiese caído sobre nosotros al entrar al lugar. En mi mano derecha aún sostenía una lata de Jack Daniel´s que sobrevivía a los estragos de una noche particularmente extraña, brinde con el recepcionista y le di un gran sorbo a la bebida que arroje unos segundos después sin terminármela a un cesto de basura que estaba a mi costado. Mientras dormía embrutecido por el alcohol no tuve tiempo para soñar, ni para tener alguna pesadilla de aquella peculiar aventura nocturna. Nos levantamos muy de mañana y salimos del Hotel Flamingos de incógnitos y sin pagar ni un solo peso por nuestro alojamiento de tres días. Esa misma noche ya estaba de regreso en la Ciudad de México.
Fue algunos meses después que a mis manos llegaron un par de boletos de avión con destino a la ciudad de Lima, lo importante no fue como los obtuve, si no lo que  representaban para mí. Por aquellos días el país se hundía en la decadencia de algunos cuantos mafiosos narcotraficantes, incluido el presidente de la República, que trataban de apoderarse de una nación condicionada por el miedo y la falsedad en sus medios de comunicación. Mi posición laboral hasta eso no era del todo mala para mí, pero con capital en los bolsillos me la jugaba como en una carrera de caballos a ser robado, secuestrado o asesinado, así que para mí, y para mi delirio de persecución, lo mejor fue salir del país por un tiempo.
Un habitante de la ciudad de México es poco probable que se sienta más perdido en alguna otra ciudad del mundo de lo que ya se siente en su propia capital. Por mi parte y desde que llegue a la ciudad de Lima solo quería desaparecer, quería que el río Rímac me llevara cuesta abajo hasta las entrañas del Océano Pacífico, quería volar con la parvada de palomas y ver desde el Callao hasta San Borja a la altura de las nubes grises, quería ser un fantasma en la ciudad y que mis piernas me condujeran a un tiempo mejor, quería navegar las calles de Lima como si estuviera manejando el Impala modelo 74 de Quim Font o como si la nave de Federico Fellini me estuviera esperando con la última ola del día.
Para el tercer día que caminaba sobre la calle Jr. Ancash un viejo edificio de estilo colonial color amarillo y blanco llamo mi atención, en su interior una majestuosa biblioteca ocupaba el centro de su fisonomía, al toque la atravesé sintiendo que los fantasmas de Arguedas, Palma y Corcuera vigilaban mis pasos hasta llegar al otro extremo de la sala, donde una enorme puerta daba paso a una vieja estación de tren que se hacía pasar por cafetería o sala de estar en el exterior. Sentada en una mesa de la estación de Desamparados se encontraba Cesárea Tinajero tomando un café oscuro y leyendo “La tentación del fracaso” de Julio Ramón Ribeyro, fue la primera vez que la vi y también fue la primera vez que tuve la sensación de que jamás podría dejar de pensar en ella.

viernes, 11 de noviembre de 2011

11 de Noviembre, 2011

Eh caminado por las pantanosas calles de Bucareli, Luis Mora, Tacuba, Francisco I. Madero, Palma y Bolívar en diversas ocasiones, eh recorrido todas las viejas y caóticas librerías de Don Celes, Allende, Belisario Domínguez y Pino Suárez en un par de ocasiones ya, en realidad, eh vagado por todo el centro de la ciudad de México, desde la Lagunilla hasta la Doctores y de la Guerrero a la Merced. Por desgracia, no eh podido encontrar aún a la mujer de veintitantos años que Amadeo Salvatierra soñara ebrio en su casa de República de Venezuela después de haber ingerido un par de tragos de Los Suicidas, ese irresistible mezcal, difícil de encontrar pero con un virtuoso poder para soñar.

En consecuencia a ello y a falta de datos reales y verosímiles de los acontecimientos por el momento, la ficción se tendrá que hacer cargo de rellenar los espacios en blanco que mi mente se aferra a reconstruir del México de los años setenta, donde esa chica de veintitantos años vagaba como un fantasma por los rincones más inhóspitos de esta ciudad.

¿Dónde te encontrarás, Cesárea Tinajero?