lunes, 5 de diciembre de 2011

5 de Diciembre, 2011

Pobres sapos,
los veo caer en cámara lenta
con sus pequeños corazones asomando por sus bocas
y no puedo hacer algo que evite esta lluvia,
que haga brotar de sus vientres alas.

Estas fueron las primeras palabras que escuche brincar de los labios rojos carmín de Cesárea al sentarme a su lado en la estación del tren olvidada por los años y por los pasajeros, que ahora viajan en libros o revistas del estante más cercano. De lo que platicamos, recuerdo poco en realidad, y tal vez no era de mayor importancia, lo que más tengo presente de aquel primer encuentro es el rostro pálido, delicado y triste de la mujer que me veía como si no me reconociera aún, como si recién nos hubiésemos conocido, y es que tal vez tenía la razón, recién nos conocíamos, pero yo sentía en aquel momento que ya nos habíamos soñado de toda la vida. En las quimeras de dragones y fortalezas de la infancia, en las murallas, guerras y batallas en el desierto de la juventud y en las ciudades y golpes de estado de la inconsciente madurez. En un instante, tuve la sensación de que Cesárea esperaba que sucediera algo o llegara alguien, pero no me lo dijo, no lo podía revelar ni presumir, lo único que hizo fue dejarme un poema escrito en una vieja libreta que yo llevaba para escribir cabronerias, jergas nuevas, nombres de calles o de lugares que conocía en mi viaje por la ciudad de Lima.
Y así como la encontré, desapareció… volando. Este es el poema.