jueves, 31 de diciembre de 2015

Los del Borde

Es verdad que no nacemos con el conocimiento de cuáles serán nuestros gustos, en que ocuparemos nuestro tiempo de ocio y distracción, cuáles serán los traumas, vicios y perversiones que nos marcarán de por vida o cuáles las manías que nos obliguen a escribir mentiras por necesidad. Fue en los años de la adolescencia; cuando sólo escribía cartas sin sentido y llenas de promesas falsas de amor a cualquier noviecita de la secundaria, que mi padre me regaló un libro de Gustavo Sainz se titulaba Compadre Lobo, luego vino otro de José Agustín, La Tumba. -Es la generación de la onda. Me decía. Así que yo trataba de agarrar la onda a un México post '68 en aquellos libros que en casa siempre hubo: olvidados en cajas, empolvados en viejos libreros o en los cajones de la cómoda cómo si fueran drogas farmacéuticas que no necesitaban prescripción médica para aliviar algún dolor olvidado.

Para cuando cumplí 25, mi hermano Serch, se había convertido en mi dyler favorito de libros. Aquel día almorzamos en un puesto de quesadillas atrás del Museo Nacional de Arte y nos metimos en una librería frente al Palacio de Bellas Artes. Mi regalo fueron Los Detectives Salvajes y entonces la ficción se convirtió en una sobredosis que alteró toda mi realidad y mi tiempo. Y no pare, no podía parar, el fantasma de un poeta me perseguía, me seguía por las librerías, estaba ahí conmigo frente al ordenador, a la hora de la cena, cuando iba a cagar o fallaba con mi novia o iba al trabajo y me desquiciaba el tráfico, el ruido, el hormiguero que es esta ciudad y entonces comencé a escribir, no sé por qué, pero comencé a escribir.

Un 10 de enero, la ficción me llevó hasta una tumba en el Panteón Francés dónde yacía Ulises Lima. Alrededor de él, lo que quedaba del infrarrealismo danzaba entre tragos de Tres Coronas y los versos afilados - alcoholizados - diluidos del cadáver de Mario Santiago. Siete días después, conocí a Israel Miranda en un homenaje entre poemas y cervezas al propio Papasquiaro, pero para ninguno de los dos, es claro ese encuentro.

Luego me perdí en Sudamérica, me fugué al país de Laura Bozzo, al país de Vallejo, de Moro, de Vargas Llosa, de Ribeyro, y algo en la ciudad gris de Lima se adhirió a mi cuerpo y nunca me soltó, me hizo ser Ulises, me hizo reconstruir mi memoria y aventarle un escupitajo a la vida, sentado en el otro extremo del mundo con un café pasado en un sueño etéreo. A veces no tenía plata, ni jato, ni avión privado, a veces llevaba unos soles para comer o para vivir, para ir al cine o para una cerveza, o dos, o tres. Vivía despreocupado de las cosas materiales, salvo de los libros que buscan donde vivir y calentar con aventuras y desdichas, la soledad de una habitación en la costa del Pacífico Sur.

Cuando volví a México, busqué en el Taller de Creación Literaria -En el Borde- a mi estirpe, olvidada en los bares, donde los locos se beben de madrazo y al toque los deseos repulsivos - malparidos - [desquiciados] - donde se fuma el anhelo forjado en versos, desgastados por la infecciosa idea de fecundar el lenguaje. Había encontrado a los perros románticos, y no pensaba irme de ahí.

Un día, propuse hacer un manifiesto. No habría sido el primer pendejo borracho en postular dicha intención, pero sí el primero en rechazarla cuando descubrí, que el proyecto que hacía Israel Miranda con los del Borde, era el de escribir, escribir y no parar, no parar y escribir, coger y escribir, beber y escribir, siempre escribir. Escribir hasta que te salgan las alas para desbordarte por la ventana, encender las llamas de La Fiesta del Infierno, consumar tu existencia entre una botella de Korova y los trenes detenidos de la olvidada Alqvimia. Volverte las Notas de un Enfermo Mental o ser el ruletero entre líneas y versos, que inciten al vuelo. 

Por aquellos indescifrables azares del destino, volví a tomar un avión y una tarde en Buenos Aires, mientras nuestros ojos se embriagaban en litros de cerveza Quilmes, Ana María (Alexis Alvarenga) me preguntó: ¿Qué era lo que más extrañaba de México? No supe qué contestarle, tal vez nada, tal vez todo, tal vez las tardes enfurecidas en las que iba con los del Borde y bebía versos como un salvaje extraviado bajo una lluvia neumónica del D.F. con la conciencia de un perro que ladra siempre a la misma hora / sostenido por la botella de licor / que no se llevó el mar / que no llevó ningún mensaje / que se fue al bote de basura / junto con mis tristezas. 

Con esa relatividad, volví otra vez del cono sur. Pero esta vez, sin olvidar escribirlo todo en un insolente - desdichado - deslavado Diario Gris. 

Excitado por la encabronada necesidad
de vivir siempre en el borde
tentando al asqueroso deseo
de sucumbir inesperadamente
en un parpadeo
en cualquier parpadeo
en este inesperado e impetuoso
parpadeo.