El metro de la Ciudad de México: un hormiguero humano, nido de áfidos, refugio de parásitos y locos dementes. Me sigue
pareciendo espectacular la dimensión de plaga en la que ya nos hemos convertido. Somos un
montón de heminópteros idiotas que queremos llegar a algún sitio que el compañero
de a lado ignora, pero que tampoco parece importarle de igual forma. Llevaba ahí
dentro 2 horas, sumergido en aquel nefasto, oloroso y húmedo lugar, cuando no soporte más, escape por el
primer túnel que descubrí abierto, un ataque de ansiedad me cosquilleaba el párpado izquierdo y la ausencia de aire en mis pulmones me introdujo en la desesperación absurda. Salí expulsado cual vomito de embrio, a un exterior con luz de día y aire fresco, me encontraba en el mero
centro de la ciudad capital. Frente a mis ojos, la vieja catedral que se derrite poco a poco en el corazón de la gran
Tenochtitlan, la majestuosa bandera tricolor ondeando en todo lo alto del asta, nubes
negras a lo lejos, próximas a la tormenta, campamentos de hormigas rebeldes en medio de la
plancha de asfalto y un Palacio de la Nacional con su casual y aburrida seriedad de siempre. Pensé en el caótico contraste que esta gran urbe provoca en sus entrañas, mientras respiraba por fin, un aire de veraniega tarde de hastío.
Me acerque al puesto de periódicos más próximo y compre un cigarro Marlboro
suelto, de 4 varos, me senté en una jardinera a las afueras de la estación del metro y lo
fume sin esperar encontrar alguna dirección que tomar. De pronto, un bus amarillo,
como de colegio privado, sin pasajero alguno, giro frente a mí y a su costado alcancé a leer
Miraflores en letras bolt negras. Al toque imagine el Parque Kenedy, las galerías y churrerías de la Avenida de la
Peruanidad, las carretillas con butifarras, deliciosos picarones y asquerosa mazamorra
morada, la vieja tienda de tabaco donde conocí los Cigarros Inca, el paseo de
los pintores y el anfiteatro donde la gente bailaba al ritmo de las guitarras y
los cajones peruanos. Imaginé también la sección de literatura en la librería La Familia que esta sobre la Avenida Oscar R.
Benavides y el libro de Ribeyro que
nunca pude comprar. Saboreé una hamburguesa doble Royal de Bembos, acompañada de una Inca
Cola grande, bien helada, sentí en mi rostro la garúa del anochecer, arriba de un puente de la Ricardo Palma. En
verdad que le hubiera dado al chofer todos los pesos que llevaba en la
billetera para que me trasladara al Miraflores de Lima. Sin embargo, sólo vi
como el autobús se alejó por la avenida Pino Suárez y se perdió entre las luces en verde de los
semáforos y la estampida de automóviles que marchaban ceremoniosamente hacia el sur de la ciudad. En cuanto a mí, solté la última bocanada y descendí a las
profundidades del hormiguero, para poder volver a casa.
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