sábado, 20 de julio de 2013

Hormiguero



El metro de la Ciudad de México: un hormiguero humano, nido de áfidos, refugio de parásitos y locos dementes. Me sigue pareciendo espectacular la dimensión de plaga en la que ya nos hemos convertido. Somos un montón de heminópteros idiotas que queremos llegar a algún sitio que el compañero de a lado ignora, pero que tampoco parece importarle de igual forma. Llevaba ahí dentro 2 horas, sumergido en aquel nefasto, oloroso y húmedo lugar, cuando no soporte más, escape por el primer túnel que descubrí abierto, un ataque de ansiedad me cosquilleaba el párpado izquierdo y la ausencia de aire en mis pulmones me introdujo en la desesperación absurda. Salí expulsado cual vomito de embrio, a un exterior con luz de día y aire fresco, me encontraba en el mero centro de la ciudad capital. Frente a mis ojos, la vieja catedral que se derrite poco a poco en el corazón de la gran Tenochtitlan, la majestuosa bandera tricolor ondeando en todo lo alto del asta, nubes negras a lo lejos, próximas a la tormenta, campamentos de hormigas rebeldes en medio de la plancha de asfalto y un Palacio de la Nacional con su casual y aburrida seriedad de siempre. Pensé en el caótico contraste que esta gran urbe provoca en sus entrañas, mientras respiraba por fin, un aire de veraniega tarde de hastío.


Me acerque al puesto de periódicos más próximo y compre un cigarro Marlboro suelto, de 4 varos, me senté en una jardinera a las afueras de la estación del metro y lo fume sin esperar encontrar alguna dirección que tomar. De pronto, un bus amarillo, como de colegio privado, sin pasajero alguno, giro frente a mí y a su costado alcancé a leer Miraflores en letras bolt negras. Al toque imagine el Parque Kenedy, las galerías y churrerías de la Avenida de la Peruanidad, las carretillas con butifarras, deliciosos picarones y asquerosa mazamorra morada, la vieja tienda de tabaco donde conocí los Cigarros Inca, el paseo de los pintores y el anfiteatro donde la gente bailaba al ritmo de las guitarras y los cajones peruanos. Imaginé también la sección de literatura en la librería La Familia que esta sobre la Avenida Oscar R. Benavides y el libro de Ribeyro que nunca pude comprar. Saboreé una hamburguesa doble Royal de Bembos, acompañada de una Inca Cola grande, bien helada, sentí en mi rostro la garúa del anochecer, arriba de un puente de la Ricardo Palma. En verdad que le hubiera dado al chofer todos los pesos que llevaba en la billetera para que me trasladara al Miraflores de Lima. Sin embargo, sólo vi como el autobús se alejó por la avenida Pino Suárez y se perdió entre las luces en verde de los semáforos y la estampida de automóviles que marchaban ceremoniosamente hacia el sur de la ciudad. En cuanto a mí, solté la última bocanada y descendí a las profundidades del hormiguero, para poder volver a casa.

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