En algún instante, no hace mucho tiempo, a penas lo recuerdo, comencé a vivir sin pensar en el transcurso de los días, a filtrar las mañanas por la cafetera hasta disolverlas en el trafico de las noches por la avenida Insurgentes Norte.
Llevo meses sin poder escribir una buena línea, un buen verso, algo que desmadre el inconsciente, ofenda el instinto. Pero nada sale de mi cabeza más que trabajo de oficina.
El deterioro que mi cuerpo siente al tener que acostumbrase a la rutina, a un edificio, a personas encerradas, estacionadas en habitaciones que desintegran su energía para conseguir dinero, esconde mi verdadero deseo de quedarme en casa y no hacer nada. O el de salir a las calles del centro y toparme con una vida de aventuras y libertinaje con la que se sueña y muy pocas veces se hace realidad.
La abstinencia de letras no me ha impedido tener ideas que se revolotean en mi mente. Ahí hay paisajes, nombres, muchos sentimientos, descuidos, un cúmulo de situaciones, acciones, pero casi nada es concreto.
Se que ahora escribo por el simple hecho de regresar.
Tratar de llevarme bien con el teclado de esta máquina para que me permita decir cosas es lo único que me queda. Además de las ráfagas en mi cabeza y el sonido de una ¡ALARMA! que no deja de joder en mis oídos y que indiscutiblemente proviene del mundo exterior pero que para mí, es la inmovilidad de mi percepción aturdida en esta tarde de septiembre que me ha generado el innecesario impulso de escribir.
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